Conseguir
un desarrollo evolutivo normal estableciendo idóneas condiciones
naturales de crianza en un entorno artificial. Éste es el reto al que
se enfrentan los educadores de los Centros de Menores de Primera
Infancia, que atienden a menores de entre 0 y 3 años cuya
institucionalización ha sido originada por razones tan diversas como el
desamparo, cuidados negligentes o imposibilidad de obtener de sus
familias una atención adecuada.
En este tipo de instituciones, que en la práctica funcionan como hogares en los que se desarrolla la vida cotidiana de los menores, además de la crianza “física”, se cuidan diversos aspectos clave del desarrollo en estas edades: la maduración motora y los desarrollos cognitivo y socio-afectivo, siendo el desarrollo del apego un factor al que necesariamente se le ha de prestar un especial atención. Si la figura o figuras de apego en una situación familiar normalizada son preferentemente los padres, familiares y cuidadores, el niño institucionalizado orienta su establecimiento a las personas que, dentro del centro, suplen de una forma temporal a su entorno: los educadores.
Es por ello que, con la intención de que se establezca un apego de tipo seguro, los educadores prestan especial atención a ciertos momentos de más intimidad con el niño, como el baño o la alimentación, procurando la cercanía corporal, un contacto visual adecuado e invirtiendo el tiempo adecuado para realizarlas. Los vínculos de apego se manifiestan con alegría en los encuentros, llantos en las despedidas y evidentes preferencias de acompañamiento, siempre dirigidas a los educadores que, conforme a sus afinidades personales, han preferido y elegido. Estas preferencias, son inevitables y naturales, ya que los niños distinguen a su cuidador de los otros y, al igual que efectuarían en un “ambiente natural”, crean su propia jerarquía de apego directamente relacionada con los estilos del mismo. Cabe reseñar la especial delicadeza que han de mostrar los educadores para no efectuar distinciones afectivas entre los niños; han de ser todos tratados con equidad.
También conviene recordar que, los vínculos de apego establecidos en torno a los dos años dentro un entorno natural, tienen o suelen tener un carácter estable, algo no reproducible en estos casos, puesto el tiempo aconsejable de estancia en estos centros no excede de 18 mese y, como máximo, al cabo de ese tiempo, los niños retornarán a sus familias originarias o bien se les asignará una nueva, ya sea en modalidad de acogida o en forma de adopción. El apego desarrollado en las circunstancias anteriormente descritas, se denomina apego de transición y no es exclusivo de los niños institucionalizados, sino que puede encontrarse en otro tipo de situaciones como hospitalizaciones prolongadas o ausencias temporales de los padres. En todos estos casos y debido a la ausencia la figura “natural” de apego, el niño evidencia el carácter flexible y adaptativo de este vínculo.
Otra circunstancia a la que se presta un especial cuidado y atención es al proceso de acogimiento o adopción por parte de una nueva familia, ya que no se debe eliminar bruscamente la figura transitoria de apego personalizada en el educador. Normalmente se establece un periodo de tres o cuatro días –en torno a diez en niños con necesidades educativas especiales-, en los que la nueva familia tiene un primer contacto y comienza a realizar, siempre dentro del centro, las labores de cuidados cotidianas y de conocimiento mutuo de una forma gradual, culminando el periodo con la salida del centro y la integración en el nuevo hogar. Sorprendentemente, en cortos periodos de tiempo, la adaptación de los niños se completa de una forma positiva, evidencaándose, al igual que anteriormente sucediera con los educadores, el componente mental de percepción del grado de confianza y disponibilidad de los otros, conceptualizado por Bowlby en el modelo interno de trabajo (MIT).
Pero esta perspectiva positiva se ve mermada cuando la institucionalización del niño sobrepasa el periodo aconsejado de 18 meses. En estas situaciones, se constata la necesidad de estabilidad y, consecuentemente, de pertenencia a una familia “natural”. El hecho de estar en un intervalo de edad de 0 a 3 años y que sólo en contadísimas ocasiones sobrepasa el periodo de estancia óptimo – casi siempre por razones legales-, minimizan la posibilidad de aparición de conductas extremas como la evitación del contacto ocular o realización de movimientos repetitivos, y de la aparición de problemas en su vida socio-afectiva posterior. También se vinculan estas estancias prolongadas al establecimiento de apegos inseguros, siendo muy peligrosa la espiral en la que puede entrar el menor de continuar institucionalizado, ya que, a mayor edad, mayor posibilidad de haber sufrido situaciones difíciles.
Especial consideración necesitan también los casos de niños prematuros o con problemas de nacimiento como malformaciones o síndrome de abstinencia. Éstos son más irritables y suelen contar con un temperamento más difícil que hay que tratar de corregir con más cuidados y una mayor atención por parte del educador. Suelen establecer vínculos de apego inseguro o, por el contrario, demasiado dependiente, mostrando un elevado grado de malestar por la ausencia del educador y buscándolo con llevan
Además de satisfacer la innata necesidad de afecto y de seguridad que, indudablemente, afectan positivamente al plano conductual del niño, los primeros vínculos de apego influyen en las futuras expectativas de relación con otras personas y el grado de apoyo que se podrá esperar de ellas. Si bien se adoptan posiciones basadas en la flexibilidad de estos modelos de relación que huyen del determinismo, no se deben minusvalorar estas experiencias, ya que su influencia posterior es innegable, considerándose que situaciones de apego inseguro duraderas conllevan una mayor dificultad de cambio.
Por tanto, el factor clave para evitar cualquiera de las situaciones de riesgo anteriormente descritas es la duración de la institucionalización del niño, que ha de ser reducida al máximo, siendo labor de los organismos competentes la agilización de todos los trámites burocráticos pertinentes. Por otra parte, el hecho de que el niño pueda tener más de una figura de apego -jerarquizadas en virtud de la importancia otorgada- se puede convertir en un aliado crucial en los periodos de adaptación a nuevas familias, ya que, con la planificación adecuada, posibilita que, en ningún momento del proceso el niño carezca de este tipo de figuras y, gradualmente, reorganice su jerarquía particular adaptándola a la nueva situación.
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